ANTONIO VÉLEZ


 Por increíble que parezca, no existe un proyecto arquitectónico que lleve el titulo de Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, en los inicios  de su construcción. Al menos a mi no me consta. Y es que al proceso de su edificación no le faltó cierta dinámica rocambolesca, junto a la fortuna de la intervención de Dionisio Hernandez Gil, el extremeño Jefe de Servicio de Restauraciones del Ministerio de Cultura, años ochenta y ochenta y uno, que dirigía  Iñigo Cavero.

     Rafael Moneo era un arquitecto poco conocido. Sin embargo una de sus contadas obras llamó la atención de Hernandez Gil. Se trataba del edificio Bankinter, en el Paseo de la Castellana, patrón racionalista y fijación al ladrillo. Así es que el alto funcionario ministerial, dentro de sus competencias, le invitó a diseñar una cubierta sobre los muros de hormigón armado que se acababan de levantar para asegurar la calle Ramón Mélida, como conté en mi anterior relato. El nuevo proyecto se denominó “Cobertura de unos restos arqueológicos en Mérida” y tenia un presupuesto de 180 millones de pesetas, adjudicado a “Cubiertas y MZOV”. Justo ahí comienza otra  secuencia de esta larga historia.

      Así es que Moneo vino a Mérida a dirigir lo que había plasmado en los planos, que   le veíamos corregir, mientras tomábamos unos vinos en “Casa Benito”, el mejor “santuario”emeritense de este navarro de Tudela. Fue una de las mejores etapas de su creatividad, asentada en su formación renacentista y elaborando sus diseños con los profesionales de cada ramo. Así, desde la cercanía y la amistad, lo hizo con los hermanos Fernández, cuando discutía la rejería de las ventanas, o con Santiago Carrasco cuando se trataba de carpintería de madera. Y con todos. Además tuvo la gran fortuna de contar para todo ese juego de relaciones con Manuel Juan García, el Jefe de Obras, un granadino que la empresa constructora no pudo haber elegido mejor, como escudero del Maestro.

      Su notable arquitectura la basó en modelos romanos. Así la fabrica de ladrillos, que tanta prestancia otorgan al edificio, es en realidad un cajón de encofrado que, a medida que se levantaba, se iba llenando con hormigón en masa, para formar los anchos muros, a la antigua usanza. Es un sistema que abarataba costos, al no necesitar las maderas y planchas metálicas del encofrado convencional. Solo eran necesarios buenos oficiales albañiles y se escogieron los mejores. Eso si, los ladrillos los buscó Moneo en las tierras del albero, en Sevilla, marcando el punto de cocción de los hornos para que la capacidad de las arcillas, absorbiendo humedad, no se anulara y pudiera marcar los tonos de colores que presentan los lienzos interiores.

     Hay detalles propios de un genio que busca en la estética la singularidad de su obra, a pesar del costo tan reducido que tuvo este Museo. Ocurrió en el retranqueo progresivo de la altura de las claves de los arcos de la cripta, para conseguir un efecto visual sorprendente, de misteriosa profundidad, casi mágica. Y hay otros que vinieron inducidos por las circunstancias y que el supo resolver con ventaja. Y no me resisto a contar una anécdota que da fe de lo que afirmo. Ocurrió cuando se levantaba el muro norte, inicialmente altísimo, desde la calle Moscardó – hoy Museo – hasta el tejado general. Un vecino del bloque de la fachada opuesta, Jose Luis Belamán, conocido técnico industrial, se rebeló contra la perdida de luz que suponía aquel descomunal paramento. Así es que protestó ante el Ayuntamiento y este narrador, Alcalde de la Ciudad entonces, rogó un acuerdo entre las partes para que se llegara a un arreglo. Y lo hubo, vaya si lo hubo. Y es quizás una de las genialidades que mas destacaron las revistas de arquitectura de todo el mundo, pues Moneo, a partir de cierta altura, retranqueó el muro y así las viviendas salvaron el agobio. Bajo los lucernários de ese retranqueo esta Augusto, su familia, el Genio de la Colonia y el toro de Mitra, entre otros restos. Soluciones propias de artistas cuando hacen de la necesidad virtud. O sea, Moneo en estado puro.

      Es de entender que aquel Museo no podía hacerse con ciento ochenta millones de pesetas. Ni siquiera se pretendió en su arranque, con el ardid de cubrir unos restos arqueológicos.  Así es que hubo que implementar un reformado de obra que  supuso doscientos veinte millones mas. Quizás en ese momento apareció su nomenclatura de Museo Nacional, aunque desde un punto normativo, en una unidad de proyecto, aprobar aquel reformado superior a la adjudicación original, era empeño casi imposible. Y claro el Interventor del Ministerio puso todas las pegas. Ya estaba Soledad Becerril de Ministra y gracias a su  mediación, la entidad de la obra y el prestigio de Dionisio, se salvó la papeleta. 

     Luego con Javier Solana, Hernandez Gil fue Subdirector y Director General de Bellas Artes. Con ellos se abrió al publico el Museo, en 1985. Al año siguiente se se inauguró con solemnidad, por los Reyes de España y el Presidente italiano Francesco Cossiga. Fue una jornada grande para la Ciudad.

     Moneo, que incluso proyectó la instalación de las piezas, ganó prestigio mundial, dirigió la Escuela de Arquitectura de Harvard y le llovieron los encargos, aunque reconoce, en medida de honorabilidad, que su obra mas querida y a la que mas debe ha sido nuestro Museo. Y en la que mas disfrutó, añade este narrador, porque la hizo con ritmo humano y al calor de los amigos. Especialmente el de Dionisio Hernandez Gil, pues sin el  este museo de 400 millones de pesetas, doce mil metros de superficie, mas barato el metro que las VPO de la época, no habria sido igual. Así fueron las cosas, mecidas por la prestidigitadora mano de Rafael Moneo. 

     Hay decenas de historias, anécdotas, curiosidades, en la singladura de este inmenso galeón de reliquias y ladrillos, con el mundo rendido a la majestad y sencillez de su resolución. Quizás, algún día, debería escribir los trances que me rozaron, las visitas ocasionales, las dudas de algunos….  Ahora, desmigajando recuerdos sueltos, no he anidado mas intención que la de tributar homenaje de gratitud a quienes marcaron, con esta airosa mole, el antes y el después de la apabullante herencia de esta Ciudad. Simplemente porque nos regalaron un milagro, un colosal baúl de pretéritas glorias.

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