Fran Medina Cruz


 

 

En los últimos años, el término Zonas de Bajas Emisiones (ZBE) se ha instalado con fuerza en el vocabulario urbano y político. Vendidas como una respuesta responsable al problema de la contaminación atmosférica, estas zonas restringen el acceso de ciertos vehículos a áreas delimitadas, priorizando supuestamente la salud pública y la sostenibilidad. Sin embargo, una mirada más crítica y técnica revela que, en muchos casos, su implantación se sostiene sobre una débil base de datos y una fuerte carga ideológica.

Las grandes metrópolis; Madrid, Barcelona, París o Milán, presentan evidencias claras de concentración de contaminantes como el dióxido de nitrógeno (NO₂), las partículas en suspensión (PM₁₀ y PM₂.₅) y el ozono troposférico. En estas ciudades, donde la densidad de tráfico, la actividad industrial y la configuración urbana dificultan la dispersión de contaminantes, puede justificarse la implantación de medidas restrictivas. Pero el problema aparece cuando se intenta aplicar esta receta a ciudades pequeñas o medianas, donde no existen evidencias concluyentes de niveles nocivos de contaminación. ¿Se han realizado estudios específicos en estas localidades? ¿Se han instalado estaciones de medición adecuadas para conocer la calidad del aire de forma constante? La respuesta, en muchos casos, es un rotundo no.

Una ciudad de menos de 80.000 habitantes con baja densidad de tráfico, un entorno natural próximo y sin industrias contaminantes, difícilmente puede compararse con una urbe con cinco millones de residentes y miles de vehículos circulando cada hora. Sin embargo, algunas administraciones parecen obviar esta diferencia fundamental, aplicando normas homogéneas a realidades radicalmente distintas.

Lo preocupante no es solo la desproporción técnica de la medida, sino su trasfondo económico y social. La ZBE impide la circulación de vehículos antiguo, mayoritariamente propiedad de clases medias y trabajadoras, forzando a los ciudadanos a adquirir automóviles nuevos o híbridos, cuyo coste escapa del presupuesto de muchas familias. Bajo la bandera de la sostenibilidad, se esconde una trampa fiscal: nuevos impuestos, tasas de acceso, y sanciones administrativas que golpean, una vez más, a los de siempre. Este modelo de exclusión ecológica crea una ciudad segmentada: los que pueden pagar acceden; los que no, se quedan fuera. Y eso, lejos de proteger el entorno, erosiona el tejido social y alimenta la desconfianza hacia las políticas públicas.

El debate no debe girar en torno a si es necesario reducir la contaminación, porque lo es, sino sobre cómo y dónde se hace. La seguridad ambiental y la salud pública deben apoyarse en datos objetivos, no en dogmas. Si una ciudad no presenta índices preocupantes de polución, imponer una ZBE es, cuando menos, una medida injustificada.

Por eso, antes de aplicar normas que transforman la vida de las personas y su movilidad cotidiana, las administraciones deberían hacerse preguntas fundamentales: ¿Dónde están los informes de calidad del aire? ¿Se han evaluado alternativas menos agresivas? ¿Se está protegiendo el medio ambiente o ampliando la recaudación?

No se puede proteger el planeta excluyendo a quienes no pueden pagar por su acceso. Las ZBE pueden ser útiles en determinados contextos, pero generalizarlas sin análisis previos, sin transparencia, y sin justicia social, es abrir la puerta a una nueva forma de discriminación ambiental. Y eso no tiene nada de ecológico.



 

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