Antonio Vélez Sánchez

            Ex-Alcalde de Mérida


                                   Fácil resulta de entender en Mérida como se han ido desarrollando los sistemas constructivos. Luce, en primer lugar, la arquitectura que sembró Roma, para  administrar un territorio lleno de legionarios jubilados, reconvertidos en labradores de cereal, viñas, olivos e higueras, en la lógica del modelo económico que nos exportó aquel imperio agrícola. Visibles están, también, los ensanches de los ferroviarios, el aluvión inmigratorio y los desastres del desarrollismo. Se concluye, con el catalogo emblemático de edificios que van afirmando el renovado rol capitalino.  

 Cuando éramos niños, aun pudimos contemplar un modelo que se basaba en los elementos disponibles, en cantidades casi inagotables. Aquí no había  madera, como en las zonas de montaña y en consecuencia no podíamos tener la arquitectura de La Vera, por poner un ejemplo ilustrativo. Nuestra arquitectura se nutria del barro fino, abundante en las márgenes del Guadiana. Con el se fabricaban unos ladrillos macizos que se cocían en hornos de leña, denominados también “tejares”, cuando su especialización era la teja. Las caleras de Carija, igualmente, surtían de abundante materia prima para fabricar el mortero – “cal y canto” –  que era el sistema mas utilizado desde antiguo. También la cal, deshidratada en los hornos, se apagaba luego en agua,  para que tapara los poros y rugosidades de las fachadas o blanquearlas, año tras año,  antes de la feria grande. La arena y la grava abundaban en las orilla del río desde donde se transportaba, en serones, a lomos de los “burros areneros” que circulaban en filas por las calles, dejando un reguero de agua rezumída y excrementos. 

La albañilería era oficio socorrido, de amplia nomina en la ciudad, porque a pesar de la escasez circulante, siempre había algo que reparar. El tejado se repasaba cada cierto tiempo, porque entre los vientos, los gatos, los pájaros anidando y  la “carcoma” en los palos de la cubierta, solían aparecer goteras. Esta era una de las tareas mas habituales en los veranos, para las “cuadrillas“de profesionales de la albañilería agrupadas alrededor de un maestro. 

  Construir una casa comenzaba, en pura lógica, por los cimientos. Se hacia la zanja y si no se llegaba a firme se compactaba y se reforzaba el asiento con una “puelme” de cemento y gravilla sobre la que se iba armando un murete de mampostería de piedra, hasta sobresalir de la  superficie. Luego se montaban las “cajas”, o encofrados de madera,  que se iban llenando con capas de tierra, mejor arcillosa, cascotes, áridos y agua. Cada capa se iba apisonando concienzudamente, a base de unos artilugios llamados “pisones” que eran unos cilindros de madera, algo pesados, con un  mango al que se agarraba el peón. Todo el día, “dale que te pego”, con aquellos instrumentos, “majando” el sustrato y añadiendo agua, para que la masa estuviera húmeda, aunque no hecha barro, porque ahí estaba el punto. Nosotros mirábamos embelesados aquel trajín, muy pendientes a cuando se quitaban las tablas y aparecía ante nuestros ojos una pared perfecta, llena de cuadriculas rectangulares, bordeadas por los cercos que dejaban las juntas. El maestro observaba desde distintos ángulos, para comprobar si los lienzos estaban bien aplomados y la cuadrilla, a su lado, sacaba pecho ante los propietarios. Finalmente se lucían, o se dejaban tal cual si se trataba de corralones o cercas para las que se utilizaba, igualmente, “carbonilla” ferroviaria, muy abundante aquí por los desperdicios de las calderas de las locomotoras de vapor. 

    A partir de los encuentros de los muros, que solían reforzarse con bloques de granito, arrancaban las bóvedas que en las casas antiguas eran de “rosca”, con los ladrillos de canto. En las que vimos construir en nuestra infancia, los ladrillos se colocaban planos, de “medio pié”, lo que aligeraba las cargas y la presión sobre los muros. Era un trabajo de artistas, con sus armazones soportes que cuando se quitaban la bóveda se mantenía firme, para orgullo de sus artífices. Mérida mantiene aun centenares de aquellas casas,  derivadas del impulso poblacional de los ferrocarrileros.  

    Si la casa era solo de planta baja, y sin “doblado”, no había bóvedas. Entonces, bajo la cubierta de tejas, tablas y madera, se armaba un “cielo raso” de cañizo que se enyesaba, lucia y blanqueaba. Este fue el modelo habitual en las barriadas de aluvión que ensancharon Mérida desde finales de los cincuenta, autoconstruidas por quienes vinieron en busca de mejor futuro.

    Los albañiles constituían generalmente sagas familiares y sus clientes solían serlo de manera estable. Eran personas afables y muchos resultaban clientes habituales de las tabernas mas señaladas. Tal vez lo requería el oficio, por la necesidad de refrescar y liberar el gaznate de tanto polvo acumulado en sus fatigosas jornadas. Los maestros marcaban pauta y tenían sus métodos, “cada maestrillo con su librillo”. Los peones, por el contrario, padecían cierta desestima social: ¡¡ “Tienes cosas de peón albañil” ¡¡ . Incluso a los estudiantes flojos se les amenazaba con meterlos de peones albañiles. Así era la cosa, aunque después, con el desarrollismo, el primer escalón profesional no fuera ya tan “lumpen”. Los oficiales se lucían en los acabados, con molduras y adornos en las fachadas o con estucados interiores. Aun llaman la atención sus filigranas triangulares o alargadas, los enmarques de ventanas y balcones, así como los remates y resaltes de los aleros.

     Lo que vino después fue el modelo constructivo estándar, industrializado, de tabiquería liviana y estructuras de hormigón armado. Un sistema mas rápido, aunque no mas confortable sin climatización y consumo energético. Un modelo con el que resultaría imposible encontrar la frescura y el silencio de clausura, recogidos en aquellos habitáculos levantados, sin proyecto alguno, por unos profesionales solventes. Ocurría cuando la vida se paralizaba entre el sopor de unas siestas densas, de ritmo diferente y lejano, en las que  los niños aun teníamos carburante para tensar, a fuerza  de “potreo”, la infinita paciencia de nuestras madres.



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