Rafael Angulo

Periodista


Valeriano siempre se ponía al final del todo en la Capilla de la Adoración Perpetua de Mérida, la espalda casi pegada a la pared como para no molestar en ese santuario de silencio en pleno centro de la Cuna del cristianismo Ibérico. Valeriano tenía la costumbre hace tiempo de ponerse al final en la Iglesia del Calvario, casi pegado a la urna del Santo Entierro. Pero de un tiempo a esta parte, que se lo pregunten a don Paco Sayago, fue subiendo hasta acabar su vida primera fila, cerca de la Capillita del Sagrario. Y es que Valeriano era, es, así, como discretamente pasaba por la vida. Y mira que hizo cosas. Incluso cuando ARO le entregó el escudo de oro de la ciudad y se le reconocieron sus esfuerzos por toda Mérida (a iniciativa de Fernando Delgado, todo hay que decirlo) estaba a la puerta de su centro vecinal como si con él no fuera la cosa, como si casualmente pasara por allí. Y bien qué pasó.

Pues el bueno de Valeriano se nos ha ido en un suspiro, como el rayo. Veremos ahora quien hace de abuelo piruleta repartiendo caramelos a los niños del barrio, con esa afabilidad que Valeriano se traía. Veremos quien se preocupa, todavía lo hacía, por las cosas de su Barrio, de su Mérida. Por encima de los sinsabores de la vida, que los tuvo y gordos, su bonhomía saltaba las dificultades. La procesión la llevaba por dentro. Valeriano era un hombre de oración.

A mí me recuerda a mi querido Antonio Vázquez en esa forma de afrontar la vida con aptitud, actitud y altitud, libre de odios, porque el odio al primero que castiga es al que odia. Un ejercicio de bien vivir y bien morir que conduce a la felicidad. Y a la larga sale barato. Porque la verdadera felicidad es como el amor, cuesta, pero alegra. Lo decía la Santa de Calcuta: Si no quieres sufrir no ames, pero si no amas no vale la pena vivir.

Ustedes me entienden. Dicen que la vida pasa, corre, vuela y que hay que aprovecharla, pero esto no es una despedida, que por algo somos católicos, sino un cambio de paradigma a mejor, un hasta luego, hasta siempre. O sea, que no he perdido a un amigo, sino que se ha ido temporalmente muy alto. Doy fe.

            En su adiós algunos han hablado de su labor en el asociacionismo y es verdad, pero no toda la verdad. Solo una parte. Otros le han etiquetado por su partido político, y es verdad, pero solo una parte. Con decir que uno de sus mejores amigos era, es, Pepe Pérez Garrido (otro hombre bueno), se desmonta la etiqueta.

 “Aquí todos somos creyentes” le dijo a don Paco en una ocasión en que pintaban zurdos en el ambiente. Muchas veces en las preces de la Misa le pedía al párroco. “Pida por la Asociación y los asociados”. Y ahora resulta, ya ves Valeriano, que somos nosotros los que te pedimos a ti para que nos eches una mano desde arriba. Porque Valeriano era un hombre bueno.

Finalizo: que Dios te bendiga Valeriano, que ese Dios al que tratabas a diario de tú a tú te premie los esfuerzos que has hecho por los demás, el bien que has derrochado por Mérida y, desde aquí, a la eternidad.



 

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