Rafael Angulo

Periodista



Salió el día turbio y apenas habían caído cuatro gotas bajo un cielo de bellotas cuando Pelín iba a buscar cotufas por el Albarregas, espárragos en Sierra Carija, criadillas por Proserpina y dragones pendencieros y camorristas por el rugidero de Cornalvo. Junto a las cotufas, que no deja de ser un tubérculo, Pelín buscaba retama por el camino que sale del Lavadero de lanas hasta la Albuera, níscalos por Carmonita e incluso, aunque no es tiempo ni de higos ni de cantuesos por florecer, jaras por Mirandilla y brezos por la sierra del Moro. Al final no fueron cuatro gotas (trágicamente, millones por Algemesí), de tal manera que Pelín volvió del Prado de Lácara, donde fue a buscar la Estrella de Belén, empapado, todo lo mojado que un espíritu libre puede estar. Viene a verme a la estación de Aljucén calado como un Simca 1000, mullido como el lomo del borreguito de Norit y peludo y suave como Platero (y él), lo que no le impide decirme que el agua es el mejor invento y diseño de la naturaleza porque se adapta a todo y además genera vida. “El agua es oro”, como si yo no lo supiera tras recibir el último recibo de Aqualia y constatar que quienes se están haciendo de oro son ellos. “Ahora que eres inmortal te dedicas a eso”, le digo, convencido que me responderá a porta gayola, es decir con humildad, de rodillas, para darme una larga cambiada, pero no, me cuenta que Mérida (que es como Málaga, pero sin mar) y sus alrededores, está llena de cosas bellas, rica en pequeñas maravillas, pero escuálida en ojos que las vean y que “la belleza es lo que observas sin jamás fatigarte”. Sonríe Pelín, mientras musita “Para qué hablar de otras cosas si al final saldrá el cielo azul”.

Mi fantasma amigo recuerda como, de chicos, cogíamos ranas en el Albarregas. Eran los tiempos felices e indocumentados de mi añorada infancia de barriada, cuando el Albarregas olía a hierba y a huerto, existían los famosos higos de efectos alucinógenos y exultantes y, recorrer el Albarregas por sus orillas, era una aventura que siempre terminaba con los pies mojados. Añoro aquellos años en que Evelio desde “Luminosos Neonser”, era la primera visión de mis mañanas, ya que se encontraba frente a la casa de mis padres, al otro lado de la vía. Echo de menos las ranas y como las hacía el Chamorro en su bar, le faltaría un brazo, pero era el manco mejor tabernero que he conocido. Aquellos años de penurias y alegrías, de sandalias con arenilla de los trenes y de tardes de juegos por los huertos del Albarregas. me hacen ver, casi sin querer, que es ahora, cuando realmente estoy al otro lado de la vía y que la ausencia de trenes que pasen a mi lado, de manos pinchadas por los higos y de amistades, cómplices en el infortunio, es un hueco que la madurez no puede rellenar.

Y a mí este Pelín, jardinero de sol, su risa me hace más amable la vida, me demuestra que la alegría no está en lo efímero sino en lo que permanece, que no es pequeña apariencia sino secreto del cristiano, quienes creemos en la belleza y en el más allá, todas hojas del mismo árbol. Pelín vuelve a enseñarme que hay otras Méridas pero que están en ésta, porque aquí hay mucho que ver.



 

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