Antonio Vélez Sánchez

            Ex-Alcalde de Mérida


Sostiene el cronista Fernando Delgado que esta historia comenzó cuando Javier Solana, flamante Ministro de Cultura, vino de visita oficial a Mérida. Asegura, igualmente que fue cuando se firmó la expropiación de la casa de Adolfo Diez, en el solar arqueológico del Templo de Diana. También afirma que, en la copa de rigor en “Casa Benito”, este narrador, oficiando de alcalde, relató a Solana las anécdotas de cuando la “tamayoscopia” marcaba la relación entre el “marco incomparable” y la gente joven de Mérida. Lo cierto es que al titular de Cultura siempre le resultaron desternillantes aquellos alocados pasajes que, cada vez que nos encontrábamos, pedía escuchar de nuevo, entre la sarta de disparates con los que nació el jocoso apelativo de “pecholata”.

Realmente la cosa había empezado más de veinte años atrás, al son de los resortes emocionales de la apacible y rutinaria Mérida de los sesenta. En aquellos veranos Tamayo llenaba nuestras nobles piedras con cientos de extras, colocados entre las columnas, en lo alto de la gradería y sobre la arena de la inmensa escena. A fin de cuentas era una mano de obra sin agobios de seguridad social y eso daba mucho margen.

El Teatro Romano se militarizaba, era Senado, Foro publico, palacio real o mansión con esclavos, doncellas, efebos y matronas. Claro que tantos figurantes necesitaban de una complicada logística para tener a punto los múltiples atuendos, sandalias, correajes, armas… Astutamente este costo de mantenimiento se solucionaba de manera sencilla. Cada uno se llevaba a su casa la indumentaria que le tocaban en el guión y todo arreglado. ¿Qué madre iba a permitir que diéramos la nota con una túnica arrugada o un casco sin “Netol”?.

Descritas estas circunstancias es fácil entender que, en el último tramo de la tarde, Mérida se llenara de “romanos”. De todos sus puntos cardinales aparecían personajes de aquella época, con su cigarro en la mano, el casco colgado del codo, bocadillo dentro, y la lanza gallardamente conducida. Si un turista, sin saber lo que ocurría en Mérida, hubiera aparecido en el apogeo de este trasiego, se habría vuelto loco al pensar que un extraño fenómeno cósmico lo trasladaba a la contemporaneidad de Julio Cesar o Caligula. Fue en este transito hacia los recintos de la farsa donde se gestó el honorable termino, cuando los niños provocaban a la comparsería gritándoles, ¡¡ Romano, Pecholata ¡¡, y los interpelados respondían con un grueso taco muy al uso, al tiempo de amagarles con un “lanzazo”. Capoteado el pasaje, seguía el flujo humano hacia su destino escénico. Esto es todo lo que tengo que contar, que diría Forrest Gump, del nacimiento de tan singular personaje en la domestica historia emeritense.

Los “pecholatas” procedían de todas las extracciones sociales, cosa harto democrática para la época. Arturo Sardiña, el funcionario municipal que corría con la “furrieleria” de reclutarlos, lidiaba los inacabables compromisos que se le presentaban, algo normal para un pueblo tan abarcable en la cultura del favor y el compadreo, mas o menos como ahora. La nomina se cubría con los empleados de las tiendas de Santa Eulalia, trabajadores de oficios varios y estudiantes a barullo. Cada “enchufado” recibía dos entradas para sus familiares y en la época más gloriosa, doblados los sesenta, cobraban catorce duros por actuación sin contabilizar los ensayos. Las chicas también figuraban en el reparto, aunque su número, por exigencias del guión, era muchísimo menor.
Esas historias y sus flecos fueron las que escuchó, mas de una, vez el Ministro Solana, tal vez mas huérfano que nosotros de ese “guindilleo” juvenil, tan adaptado a un solar arqueológico irrepetible que a el le apasionaba y con el que no se ahorró compromisos.

Luego el término tuvo fortuna y más alcance territorial, sobre todo porque con el tituló Fernando Delgado una celebrada columna periodística, haciéndose su uso habitual como añadido del Mérida Fútbol Club. Así, en las crónicas deportivas, resultaban habituales las referencias al juego y avatares múltiples del “Equipo Pecholata”. Hubo una peña con esa denominación e incluso se diseñó un escudo para concretar nuestras glorias y transferir “honor teatral” a quien lo mereciera. Lo diseñó Blas Barroso, enmarcando genialmente el arco de Mérida sobre una coraza. Al Príncipe Felipe, en una visita, le llamó la atención el que lucia Fernando Delgado. Este, con su reconocido atrevimiento, al tiempo de explicar el significado, se lo impuso al heredero, mientras se significaba como “colchonero”.

Alguien podría pensar que esto no es más que una historieta para andar por casa. No le quitaría razón, aunque le aseguraría que a los muchachos de mi generación estos trances vividos nos llegan al corazón. Debe ser cosa del “chauvinismo”. Mas que nada, porque desde aquellas ruinas excesivas nos reflejábamos, noche tras noche, en las recurrentes tramas de las tragedias y los divertimientos, muy atentos los nuestros, desde el graderío alto, mientras cenaban tortillas y chuletas, la mejor manera de digerir tan abruptos argumentos.

Y aunque es cierto que fueron los niños quienes inventaron el estrafalario término no hay que dudar que los “Pecholatas” tocaron el cielo, para contribuir, desde su obligado anonimato, a pulir la gloria del Segundo Arte cuando, cada noche de Mérida, se magnificaban bajo los orgullosos fustes de sus columnas.

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