Mayte Palma


Candela se desveló sobre las cuatro de la madrugada y salió con un té a la terraza. Se sentó en su vieja hamaca mientras miraba el cielo oscuro y lleno de nubes. A esa hora de la noche refrescaba bastante y se echó por encima la manta de ganchillo que su madre le tejió  cuando se fue a la universidad. El silencio en la ciudad era abrumador aunque a lo lejos, el silbido de un tren, rompía aquella magia. Candela vivía en un edificio altísimo, en el piso quince con vistas privilegiadas de la parte norte de la ciudad desde donde podía observar un horizonte de pequeñas y onduladas montañas más allá del puente Real y del barrio chabolista, que relucía bajo los días soleados como un mar plateado con sus tejados desiguales de chapas ya viejas. Arropada en su manta y bajo aquel cielo estrellado soñaba despierta y pensaba en su vida. Echaba cuentas de lo vivido y se entristecía al ver que las matemáticas, que ella tanto odiaba, no le habían sido favorables en sus treinta y cinco años recién cumplidos. Bebió el último sorbo de té ya tibio y se asomó a la barandilla apoyando sus codos huesudos en el hierro frío, cerrando sus ojos y dejando que la humedad de la noche le empapara el rostro. No tenía vértigo a las alturas y fue un chollo aquella casa que encontró, gracias a su amigo Gabriel, harta de buscar por toda la ciudad. El día que Gabriel la llevó a la inmobiliaria de una amiga visitaron más de doce pisos. Candela ya no sabía si reír o llorar por todo lo que había visto. Empeñada en comprar no todo valía, y así se pasó dos semanas como una mochilera de ciudad haciendo más ejercicio que en toda su vida. Cuando subieron hasta la planta quinceava de aquel edificio construido a finales de los ochenta, Candela quedó hipnotizada por las vistas y por la enorme terraza que ocupaba medio piso, a la que se accedía por el comedor y por su dormitorio. Gabriel, sonriendo le dio un codazo para sacarla de aquel trance y ella solo pudo asentir,” es este”, le dijo como en un susurro. Se miraron, se cogieron de la mano y se sonrieron y, en pocos días, se hizo la compra. De eso hacía ya más de cinco años y Gabriel ya no estaba. Cuando pensaba en él siempre vertía alguna lágrima por la pérdida y enseguida buscaba su foto en el mueble del comedor dándole las gracias y un beso. El desvelo le llevó a la cocina otra vez. Se quedó mirando el reloj blanco, cómo el segundero iba gastando segundo a segundo hasta que pasó por las doce otra vez haciendo de ese tiempo un minuto mágico donde el recuerdo de su amigo le llenó los ojos de lágrimas pero también le pintó una sonrisa. Bebió un vaso de agua a sorbitos mientras el tic-tac seguía imparable y volvió a la cama, empezaba a clarear y echó el último vistazo, ya desde su dormitorio, al horizonte amigo, cerró las cortinas y se deslizó, bajo el edredón de plumas, esperando que el sueño que le quedaba regresara a sus párpados.

Candela soñó:

“Gabriel estaba tumbado en una hamaca de vivos colores mientras tomaba una refrescante limonada con mucho hielo. Hacía mucho calor y los rayos de sol traspasaban las pequeñas palmeritas del jardín acuchillando el verde césped de la piscina. Candela en el borde de la piscina, tumbada en una toalla de un azul intenso, tomaba el sol con otra limonada mientras los dos en silencio escuchaban melodías de bossa nova. De pronto la oscuridad borró todos los colores, los sabores, los olores y a Gabriel que, al volver la vista, ya no estaba allí, solo quedaba la hamaca en colores grises, ya no había sol, el agua de la piscina verduzca y ella allí, vestida de negro con una flor en la mano y un vacío inmenso no podía dejar de llorar y llamar a Gabriel que no respondía a su llamada…”

Candela sobresaltada despertó sudando de aquella pesadilla. Se sentó en el borde de la cama y tuvo el primer pensamiento del día para su amigo del alma. Descorrió las cortinas y miró a la lejanía con la tristeza aún en sus ojos. El cielo de aquel martes era grisáceo, plomizo y cargado de agua en unas nubes inmensas que se oscurecían por momentos. Se miró al espejo, se sonrió y salió a la vida desde aquella altura que le traía recuerdos hermosos de cuando Gabriel aún estaba allí. Como cada mañana le dio las gracias y lanzó un beso a aquel cielo tan cercano a ella.



 

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