Mayte Palma


 

Las nieves perpetuas son solo eso, nieve, y la perpetuidad no es algo que sea una realidad en la vida cotidiana. Nada dura tanto, ni lo malo, ni lo bueno,  ni siquiera lo regular… Como cada día desde hace tres años, a las dos en punto ya estoy sentada en la misma mesa con el mismo mantel de cuadros rojos, tan típico de los bares restaurantes de comida casera, esperando la comida mientras leo a Celaya. El murmullo de los comensales, en el comedor, es la banda sonora y un poco más allá, en el bar, se oye, con interferencias, la televisión a un volumen, a mi parecer excesivo, cuando a esta hora, sólo está el señor Juan detrás de la barra, esperando las comandas para ayudar a su hija a servirlas. El comedor es un lugar agradable. Tiene cuatro grandes ventanas por donde entra el sol a cualquier hora, desde la mañana hasta el mediodía, y en mi mesa, los rayos iluminan de una forma especial la jarra de agua y le dan un color cereza a mi pequeña copa de vino. Mientras espero con el hambre cantando en mis tripas, Celaya me acompaña en mi abstracción. Después de tantos años, he conseguido aislarme del mundo en el barullo de este pequeño mundo casi sin darme cuenta.

El señor Juan, es un hombre delgadísimo y alto, correcto y de pocas palabras. Su canoso cabello, su impoluta barba bien cuidada y su indumentaria elegante, da una idea de que, en su juventud, debió ser guapo. Siempre me regala una sonrisa pero, su mirada triste me produce una inmensa ternura. La pérdida de su mujer un año antes, cambió su expresión de la noche a la mañana. Creo que este lugar tiene demasiados recuerdos y el luto aún es reciente. Siempre pasa a saludar cordialmente a los nuevos comensales y departe alguna charla con viejos conocidos que se preocupan de su estado de ánimo. Yo le sigo con la mirada y estudio sus movimientos; su andar ligero pero con la vista perdida, cómo se mete a la vez las manos en los bolsillos del pantalón, cómo asiente con la cabeza y cómo su voz parece perderse en su tristeza un poco ahogada por las lágrimas que luchan por salir de esos ojos pero que consigue mantener a raya.

Al sonar la campanita de la comanda, el señor Juan se dirige al bar  como un profesional, erguido y rápido trayéndome la comida humeante y olorosa en una vajilla sencilla. Es un restaurante de menús aunque tienen raciones en el bar, así que, me he pedido unas patatas con costillas, una ensalada y algo de fruta, algo contundente para poder terminar mi rutina de trabajo que seguro se alargará hasta tarde. Antes de dejarme con mi banquete de doce euros, me ha servido otra copa de vino, diciéndome, en voz baja, que si necesito algo que le llame. Le he agradecido su gesto con una gran sonrisa y se ha marchado a otra mesa en  silencio.

Acostumbro a tomarme el café en una de las mesas de la terraza mientras me fumo un cigarro, leo algunos mensajes en el móvil antes de volver a la oficina o el libro que en ese momento lleve en mi bolso, siempre que no haga frío o llueva y hoy, es un día otoñal aun templado. El señor Juan ha bajado el volumen de la televisión y le veo, a través de la ventana, limpiando la barra, colocando vasos, apilando tazas, secando cucharillas, arropado en su silencio mecanizando cada movimiento, abstraído totalmente de ese mundo suyo, ahora huérfano de su mujer, como yo cuando leo y no quiero pensar en mi pasado, en lo perdido o en el dolor que producen las ausencias… De pronto nuestras miradas se han encontrado y nos hemos sonreído. Yo entiendo su dolor pero él, no sabe que esas nieves no durarán siempre, como las mías que poco a poco se hacen agua porque siempre hay una primavera latente en la vida que sigue, un rayo de sol que alguien desprende, siempre hay una razón para reír, para levantar la vista al horizonte porque, al igual que bajo la nieve queda la roca, bajo el dolor, cuando por fin desaparezca, sólo quedarán los recuerdos imborrables de la mujer a la que amó…

Mayte Palma.



 

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