Mayte Palma
Sara esperaba ansiosa el tren que le llevaría, otra vez, al lugar que le vio nacer. Las cosas de la vida, esas que están escritas pero que una nunca podría imaginar. Sentada en el frío banco de piedra del andén, con el billete en la mano, intentaba recordar pequeños retazos de sus años vividos allí, algunas caras, algún rincón, pero cuando su madre salió huyendo de aquel lugar, ella era muy pequeña, aún no había cumplido cuatro años y aunque a veces soñaba con callejitas, el sol escondiéndose en una enorme higuera y un bosque de robles como de cuento de hadas, sabía que aquello podía ser, perfectamente, producto de una imaginación desbordante que era parte de su personalidad. Sara tenía un pasado como todo el mundo pero, en su caso, como en el de muchos otros niños dados en adopción, había lagunas que a ella le habían marcado profundamente en su forma de ser y de ver el mundo. Porque su madre estuvo con ella hasta los seis años, hasta que su enfermedad mental se hizo patente y los servicios sociales se hicieron cargo de ella. Durante un tiempo vivió en varias casas de familias de acogida hasta que se formalizó su adopción con la familia que la crio y le dio todo lo que una familia debe dar a un hijo, mucho amor y un futuro prometedor.
Ángel y Clara era una pareja joven que nada más casarse recibieron la noticia de la imposibilidad de tener hijos, algo que a Clara le sumió, en una depresión. Habían intentado, como muchas parejas, todos los medios que su economía les dejaba, para engendrar el hijo deseado, pero sin conseguirlo. Cuando por fin aceptaron que aquello no iba a suceder, decidieron adoptar, y después de un largo recorrido de papeleos y gastos, Sara llegó a sus vidas. Estos amorosos y entregados padres, explicaron, desde muy pequeña, a su hija su procedencia y cómo, sin dar detalles dolorosos, llegó a sus vidas.
En el andén, esperando al tren, ella recordaba el primer día que pasó con sus padres adoptivos, los lugares a dónde la llevaron, la ropa que le compraron, los dos peluches que le regalaron y que iban en su maleta allí a donde ella fuese. Recordaba con ternura la visita a casa de su abuela paterna, que le había preparado una bonita habitación por si algún día ella quería quedarse a dormir. Aquellos recuerdos sí eran claros y le había ayudado a crecer y madurar en un ambiente normal con una familia normal que la querían y la cuidaban con mucho amor.
Llegó el tren con diez minutos de retraso y un silbido que la sacó de aquel lugar maravillo que fue su niñez. Agarró su gran maleta, un bolso de mano rojo y se puso su bolso en bandolera dirigiéndose a la puerta del tren. Se acomodó en su asiento de ventanilla y se colocó sus cascos para escuchar un poco de música. Sacó su cuaderno y empezó a escribir mientras el convoy se ponía en marcha con un traqueteo que fue cogiendo velocidad en pocos minutos. No estaba nerviosa, más bien ansiosa por recorrer las callecitas de aquel pueblo, por visitar la casa donde naciera su madre y después ella. Tenía el corazón acelerado como aquel tren que la acercaba a sus raíces. Sacó la foto de sus padres dedicada con una preciosa frase que siempre le hacía verter una lágrima y se centró en su escrito.
Cuando llegó al pueblo, la noche la recibió con una luna creciente y un cielo magnífico despejado y claro. En el andén de aquella vieja estación la presencia de la persona que la esperaba se difuminaba entre la claridad de la luna y la luz mortecina de la única farola que la alumbraba. Bajó apresurada pues el tren hacía una parada muy corta y un chico le ayudó a bajar la gran maleta. La persona que la esperaba se fue acercando lentamente y su corazón acelerado y el sudor en sus manos delataron su nerviosismo. No podía verle la cara pero cuando estaba frente a él y aquella sonrisa fue su carta de presentación descubrió un parecido increíble con ella…era el hermano de su madre, su gemelo Carlos, del que supo por sus padres y que por cosas de la vida nunca pudo ponerse en contacto con ella. Se abrazaron y ella sintió que sus raíces volvían a crecer en aquel momento mágico donde, como un puzle sin terminar, encontraba su última pieza…