Antonio L. Vélez Saavedra


De pequeño fui al colegio de la Argentina, que en mi época se llamaba Romualdo de Toledo, quién por lo visto fue un director general de educación durante el franquismo que estableció, entre otras, la obligatoriedad del crucifijo en las escuelas, cosas del nacionalcatolicismo, aunque los profesores del Romualdo en mi época colegial ya tenían otra mentalidad, de enseñanza democrática y laica, y no hacían hincapié en la cuestión religiosa.

Pese a que mi paso por el colegio fue hace ya mucho tiempo, aun puedo recordar, creo, muchos de los momentos y a muchas de las personas con las que compartí esos años. Y digo creo porque como aseguraba el escritor Mark Twain “Cuando era joven podía recordar cualquier cosa, hubiera sucedido o no” y es que, con la distancia, la memoria se cubre de niebla, a la manera en que los diciembres y por la Mártir se difumina entre las nubes nuestra ciudad, y es por ello que el territorio de la infancia se convierte con los años en un lugar cuasi mágico, refugio de proezas y milagros cotidianos. Situaciones singulares, historias de aquel colegio como aquella vez en la que no pudimos salir porque en el tejado de la casa de enfrente se encontraba posado un pájaro, que resultó ser para nuestra edad un enorme buitre que miraba hacía la puerta de salida, y ante la duda de las intenciones del animal se decidió que permaneciéramos en el interior hasta que llegara alguna autoridad que asegurara que el buitre no iba a llevarse a ningún alumno o algo así. Recuerdo también que iba todos los días en mi pequeña bicicleta BH al colegio, que se conocía tan bien el camino, que pedaleaba sin sujetar el manillar, y desde mi casa junto al Templo de Diana subía Sagasta hasta Jose Ramón Mélida, y un día mientras me acercaba a la entrada del Teatro Romano, parte de una casa se derrumbó ante mis ojos, la casa donde actualmente se encuentra el Museo Nacional de Arte Romano, y del que, diariamente mientras pasaba con mi bici hacia el cole, pude ir viendo el proceso de las obras. Realismo mágico, llevado al paroxismo aquel primer día que muchos emeritenses vimos nevar por primera vez en nuestra vida, y estando en clase salimos todos a ver aquel fenómeno extraordinario, a ver ese manto blanco y helado. Un momento imborrable, que siempre relaciono con aquel inicio de la también mágica novela de Gabriel García Marquez, Cien años de soledad: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Pese a lo tremendo del párrafo, básicamente por las circunstancias de Aureliano Buendía, tiene algo que ver con que, pese a todos los difíciles momentos que por fuerza tenemos que soportar en nuestra vida, hay otros que siempre quedarán grabados de una forma especial en el calor del recuerdo, como una parte de lo que somos.

El colegio cambió su nombre, tiempo después de que abandonara sus aulas, por el de «Giner de los Ríos», porque fue con ese nombre con el que se creó, durante la II República, ubicándose, originalmente, en el antiguo Cuartel militar de Hernán Cortés. Eso pasó porque varios profesores, entre los que se encontraba mi profesora Carmela Rentero, promovieron la recuperación del nombre original, el de Francisco Giner de los Ríos heredero intelectual del fundador de la Institución Libre de Enseñanza, que pretendía centrar la enseñanza en el conocimiento, y alejar de las escuelas la formación basada en dogmas oficiales de orden religioso, político o moral.

Era Carmela una persona con un carácter tremendamente fuerte, que manifestaba en muchas ocasiones a los que éramos sus alumnos, eso también es difícil de olvidar. Pero a la vez nos dejo un poso en sus clases, al menos a mí, que aun recuerdo. Era nuestra profesora de historia, pero no al uso de aprendizaje irreflexivo de fechas y vidas ilustres de personajes, sino que solía captar la atención de aquellos que éramos sus alumnos, sin duda mucho menos disciplinados que los actuales, con elementos interesantes de la historia. Curiosidades para las que habitualmente Carmela requería una reflexión participativa de los alumnos, añadiendo elementos reconocibles locales como podían ser las ruinas romanas que se encuentran en el interior del colegio, una entrada a galerías subterráneas fuente de todo tipo de teorías criminológicas entre el alumnado, o como aquella otra que nos contaba acerca de Pompeya, ciudad sepultada por la erupción del volcán Vesubio, ella nos preguntaba cómo era posible que con la lava del volcán todo se hubiera conservado tal y como era y se puede visitar actualmente. Nos ofrecía un elemento participativo, dando las necesarias pistas hasta que entre todos concluyéramos que la ceniza tapó la ciudad previamente al paso de la lava, manteniéndose así intacta, algo terrible para los pompeyanos pero descubrimiento histórico maravilloso para aquellos que éramos sus alumnos, encendiendo así nuestra imaginación e inspirando pasión por el aprendizaje y la historia. Con los años seguimos intermitentemente nuestra relación, hasta nuestros últimos encuentros tomando un vino antes de la pandemia o después del confinamiento en una visita que hice en su casa, con esa estupenda librería. Te deseo, maestra y amiga Carmela un largo recuerdo como el mío entre tus alumnos…

Y un feliz reencuentro con ese compañero inseparable como fue tu perro Scamper.

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