Antonio Vélez Sánchez

Ex alcalde de Mérida


Uno se siente parte de este solar mágico en el que duermen para siempre quienes nos precedieron. Su convocatoria, desde la memoria, nos envuelve en el halo emotivo de imaginarlos deambular, extasiados y empequeñecidos, entre los esqueletos pétreos de tan colosal herencia. Tal vez porque ellos mismos nos transfirieron el orgullo y los asombros, el sentirse albaceas de una singladura mágica repleta de fulgores y derrotas. Así, guiados por ellos, amarrados de su mano, también nosotros, recogimos el relevo de la admiración y los interrogantes.

Así cada vez que trotábamos tras un balón de cuero, por la gran palestra del Hipódromo, sobre la misma arena que habían pateado las yeguas de la Lusitania, recreábamos las escenas del pueblo, adrenalina a flor de piel, jaleando a sus aurigas favoritos. Igual que los pasajes deportivos de la fracción mas snob y elitista de la sociedad emeritense, felices años veinte, manejando las raquetas y rebautizando el recinto con el nombre con el que nosotros mismos lo conocimos: “El Tenis”.

Luego el niño, asombrado por las grandes leyendas o la decepción de una carretera, valor de progreso en su primigenio trazado, que mutilaba la cabecera del soberbio estadio, se encontró, sin ni siquiera imaginarlo, frente al reto de dirigir su amada Ciudad. Ocurrieron los hechos allá por el primer tercio de los años ochenta despasado siglo, ese que aun tocamos tan de cerca.

Había un problema viario, derivado del paso a nivel ferroviario de “Cabo Verde”, en la ruta de enlace entre el Centro, el populoso distrito de “La Antigua”, María Auxiliadora, San Juan, Santa Isabel, la Circunvalación y la salida a Trujillanos, por la “Cuesta de los Silos”. Se trataba de un eje, vital para el desarrollo de la urbe, que se estrangulaba intermitentemente cada vez que pasaba un convoy regular o hacían maniobras los trenes de mercancías. Una de mis obsesiones, por entonces, se centró en eliminar aquel paso a nivel y la pertinaz foto de sus barreras horizontales.

En Madrid, meta de nuestras esperanzas, se sentaba ya el Gobierno Socialista, con Enrique Barón como Ministro de Transportes, Turismo y Comunicaciones. Tras un par de entrevistas, se abrió la vía práctica de aquel empeño, a través de Antonio Alcalde, Director General de Infraestructura del Transporte. Mi destino fue, desde entonces, su sede, la Plaza de los Sagrados Corazones, traseras del Bernabéu, arranque del Paseo de La Habana, zona capitalina del mas alto nivel, en el bullidor Madrid de Don Enrique Tierno.

Tuvo Mérida la gran fortuna de que el redactor del Proyecto fuera el Ingeniero de Caminos Manuel Santacruz, funcionario de la Dirección General y notable intelectual de un compacto humanístico envidiable. Desde el primer momento compartimos la intención de reintegrar al monumento su destacada fracción perdida. El problema era que tan noble impulso chocaba con el imposible de su financiación ya que si bien el Ministerio pagaba completa la obra civil no disponía de presupuesto para expropiaciones. Así es que la solución que se planteaba, en principio, era no tocar el trazado viejo de la carretera de Madrid, con anchura bastante para los dos carriles del trazado. Y claro esa solución, aun siendo práctica o la menos mala, mantenía roto, “sine die”, el ovalado y extraordinario rectángulo bimilenario.

Llegados a este punto resultaba necesario pescar en otras aguas para lograr nuestras intenciones que no eran otras que desviar la carretera vieja y rescatar la cabecera del Circo máximo. La única solución posible requería la eliminación del caserío arraigado de antiguo, en los terrenos necesarios, un par de docenas de viviendas, incluyendo el legendario y futbolístico “Bar Gol”y algunas naves de viejas instalaciones industriales. El empeño resultaba, a todas luces, misión imposible. Sobre todo porque la premisa fundamental era que el Ayuntamiento no tenia ni una peseta para esos lujos de rescates monumentales, con todo lo básico, en dotaciones, por hacer. Europa y sus fondos, tan generosos ahora, no se vislumbraban ni lejanamente por el horizonte.

La solución era la implicación del Ministerio de Cultura, donde contábamos con buenos amigos, empezando por el Ministro Solana que había sido el primero en venir a la Ciudad, una referencia imprescindible en nuestras efemérides. La visita se concertó en su propio despacho, aunque he de anteponer su curiosidad por conocer la obra que ejecutaba Rafael Moneo, de la que se podrían contar muchas “interioridades” en las que incluiría al propio Javier Solana. El caso es que el día de su llegada llovió a cantaros, tras años de sequía pertinaz, y aquello se interpretó como buen augurio. El resultado de aquella visita es que el Ministerio se posicionó activamente con Mérida y el equipo de Manuel Fernández Miranda, Director General de Bellas Artes, se volcó en el empeño. Dionisio Hernández Gil, Subdirector General, volvió a ser el alma de nuestras intenciones, lo mismo que Luis Jiménez Claverías y Carlos Baztan a los que quiero rendir tributo de agradecimiento en este recuento de los hechos. Ellos trabajaron al alimón con el Consejero Local de Bellas Artes de Mérida, Romualdo Casillas, y el Secretario del Ayuntamiento José Valero y puedo asegurar que pocas empresas concitaron tantas emociones como aquel reto, de sobras ilusionante.

El proceso expropiatorio, cerrado amistosamente, requirió reuniones interminables, para llegar a los acuerdos que convinieron a todas las partes. Además de las indemnizaciones económicas pertinentes los afectados recibieron viviendas sociales de Nueva Ciudad en régimen de alquiler, la modalidad ajustada a los años aquellos. El montante económico fue muy elevado y lo asumió en su totalidad el Ministerio de Cultura. A partir de ahí comenzaron unas obras, tan demandadas por la Ciudad y que marcarían un hito en su historia: La fluidez rodada se normalizó y el Circo Máximo, un exclusivo monumento, nuestro balompédico “Tenis”, recuperó su original perímetro. Así fue como “la hoya de San Lázaro”, la que fuera “senara” de cereal hasta comienzos del siglo XX, se convirtió en el único Hipódromo Romano con planta completa, del mundo. Algo insólito y, al mismo tiempo, muy propio de esta Mérida de chispazos y derivas. Un proceso que conviene recordar, por si sirviera de referencia para actuaciones venideras.

He querido contar aquellos afanes mas por el forro de los afectos que el de los rigores administrativos, pues de los afectos se derivaron, en gran medida, muchos avances de la Mérida de aquellos años. No pocos pensarán, por ello, que este relato tiene un formato, más bien de cuento amable. Y no les faltaría razón para sostener esa clave, sobre todo después de tanta lejanía sobre los hechos. Sin embargo debo asegurar que el ritmo de las intenciones, entre las muchas limitaciones que caracterizaron aquella etapa, nunca anduvo huérfano de un obsesivo afán de futuro para la Ciudad que, aun todavía, esconde dormida su inagotable cosecha de sorpresas. Como la del inmenso Circo máximo, ese recinto frente al sol de los recuerdos. Y de las sugerencias.


 



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