Antonio Vélez Sánchez

            Ex-Alcalde de Mérida


      Nuestra sociedad tenia que procurarse el relevo generacional. Era algo obligado en el discurrir de su reloj biológico. Así es que las niñas y los muchachos tenían que conocerse y relacionarse. Y no era fácil la cosa, porque en las Escuelas y en el Instituto los géneros estudiaban por separado. Además, en Mérida, se añadía el hecho de que los dos colegios de monjas, Josefinas y Escolapias, manejaban una cuota muy alta, exclusivamente femenina, que se detraía de nomina de bachillerato en el viejo caserón de Moreno de Vargas. Toda una serie de pegas que los jóvenes de hoy ni remotamente podrían imaginar. Ni, menos aun, entender la malla de adoctrinamientos, consignas y prevenciones derivadas de una moral pacata y miope que basaba en las prohibiciones y en la magnificación del pecado toda las estrategias de defensa de unos valores fundamentalistas y trasnochados. 

      Un claro ejemplo de ese intervencionismo eran las programaciones de los cines en  Semana Santa, basadas en reponer producciones de “romanos” o de la Biblia, lo cual no garantizaba que la “fila de los mancos” del Maria Luisa no funcionara como de costumbre. El resto del año, aun con una cartelera mas abierta, la moral era estricta y los avisos para navegantes, con la calificación de las películas que llegaban hasta un peligrosísimo 3-R, se mostraban en las puertas de las iglesias para lo que pudiera derivarse de su ignorancia, condenación eterna incluida.

     La cuestión es que el personal, a pesar de tantas procelosas aguas, tenía que vivir y alimentar sus afectos. Así es que había que hacerse ver por los espacios por los que circulaba el todo Mérida, especialmente quienes estaban en edad de merecer, incluidos nosotros mismos. Y lo hacíamos en pandilla, las muchachas por un lado y los chicos por otro. Eso si, salíamos muy arreglados que, como bien saben los cercanos generacionalmente a este narrador, vestir bien era una exigencia mucho más cuidada que ahora, si nos atenemos a los patrones clásicos. Era normal el traje, aunque con pantalones y chaquetas ajustados para dar una sensación de modernos muy a tono con lo que veíamos en los adolescentes de las películas italianas y francesas, con ese aire desmayado que nos presentaban sus protagonistas, mezclado con el estilo que imponían los Beattles que estaban en su mejor momento, mediados los sesenta. Las corbatas eran muy estrechas y de un solo color, mas bien oscuras, a tono con los ternos.

     El ritmo de los domingos era urbano y se concretaba, mañaneramente, en los kioscos de la Plaza de España, mareando un vermú con sifón, jugando a los dados en la barra y observando a la emperifollada clase dominante. Después de comer mi pandilla tomaba café, sentada en los cómodos divanes de los escaparates del Liceo, dando vista a Santa Eulalia y a sus paseantes. Aquella Sociedad de nuestros mayores, a la que nosotros pertenecíamos en condición de hijos de socios, hasta que lo fuimos nosotros mismos, nos daba mucho aire de suficiencia, en una Ciudad tan compartimentada y proclive a los modelos asociativos de carácter gremial o de clase. Allí habíamos pasado muchas horas, incluso los días de diario cuando, años atrás, camino del vetusto Instituto, entrábamos, después de comer, a ver “La tortuga perezosa”, aquel programa que dirigía en la Tele de la prehistoria el emeritense Federico Ruiz, mientras nos fumábamos, de “tapadillo”, un Chester sin boquilla, comprado suelto en un puesto de la Rambla.

   La tarde acababa en el ”Cha-cha”, con su ritual de sacar pareja y bailar aquellos ritmos lentos  –  slows, fox y boleros  – que habíamos aprendido de la manera mas rocambolesca, un paso a la derecha y dos a la izquierda. El guión exigía que las pandillas llegaran allí, las chicas por un lado, los muchachos por otro. La cuestión, luego, consistía en que los del “sexo fuerte” se acercaran a las mesas a sacar a bailar a quienes habitualmente se prestaban a salir a la pulida, redonda y cercana pista. Toda una estrategia previa de miradas y lucimientos precedía al supremo momento de emparejarse con aquellas melodías, mientras se hablaban mil tonterías intrascendentes.

Era lo que había hasta que algunos estabilizaban la relación. Entonces se decía, especialmente en el entorno de la pareja, que fulanita y menganito estaban “hablando”. Era lo que había ocurrido desde generaciones, aunque a la nuestra le resultara ridículo, por sentirnos más cerca del espíritu de rebeldía que copiábamos de los actores de cine americanos o de los cantantes franceses.

Muchos domingos de primavera, después de comer, íbamos a las “Siete Sillas” a cumplir con el ritual que ya había atrapado a nuestros padres, treinta y tantos años antes, deslumbrados por aquella imponente herencia. Allí, con menos solemnidad que ellos, nos hacíamos fotos, declamando bajo las columnas, o bailando, sobre la arena del anfiteatro, un Twist colectivo. Gansadas propias de la edad en la que pretendíamos llamar la atención, tan perdidos como andábamos de horizontes y de futuro. El asunto es que por lógica de supervivencia teníamos que ir buscando nuestro acomodo en una sustitución generacional que se nos acercaba, sin saberlo.

 Fue aquella una etapa de transición, entre la inconsciencia feliz de la infancia y la responsabilidad irreflexiva de un protagonismo social apenas intuido. Casi con la mano tocábamos a un Dúo Dinámico que ya nos resultaba empalagoso y simplista, a pesar de que los Bravos y los Brincos tampoco ofrecían poco más que un rizo de escape controlado. Y es que de los melenudos de Liverpool solo nos atrapaba su estética y las melodías pegadizas que fabricaban, porque de inglés no sabíamos ni una palabra. Así transcurrió aquel tiempo de provisionalidades, amarrados a un entorno tan lleno de miedos, prevenciones y desencuentros. Al final el guión nos lo marcó la vida, con los trayectos del destino y colmándonos de sorpresas. La vida, sin más.



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