Antonio Vélez Sánchez 

Ex – Alcalde de Mérida



La “Charca” entró en la modernidad el día que las Martínez llegaron hasta allí a lomos de una “Vespa”. Declinaban los cincuenta, después de que Gregory Peck y Audrey Hepburn, en su inmortal película, “Vacaciones en Roma”, pusieran de moda aquel vehículo, con formas de insecto, que marcó estilo en los senderos de la libertad.

Hasta entonces Proserpina era una meta lejana y desconocida para la mayoría de los emeritenses, porque cinco kilómetros, a pie o en bicicleta, eran demasiado para una descubierta de ida y vuelta. Para un simple chapuzón estaba el rio.

Por aquellos tiempos algunas familias pasaban allí la temporada veraniega, acomodándose en “hábitats” diversos. Los Hernández, en la remodelada cantina del campamento militar de la posguerra. Los de la Marta, en el Palomar del Lavadero. Nosotros, en un ala de la casa de Confederación.

La reducida tribu que componíamos se dedicaba a trotar, mañana y tarde, a pie o en bicicleta, por aquellos campos que fueran escenario de una batalla sucesoria : La de la Albuhera de Carija, punto final de las aspiraciones de Juana la Beltraneja. Algún pastor, por aquel valle, en el que aun destacan, desafiantes, los restos poderosos de un acueducto, nos enseñó la espada herrumbrosa que había encontrado bajo tierra. Nada nos era ajeno en aquel territorio : Desde el funcionamiento de los “bocines”, hasta las viejas cochiqueras de piedra, los lagartos entre “canchos”, las liebres a la carrera, los regatos llenos de vida, las osamentas blancas de las reses muertas, los ganaderos trashumantes…..

Los sábados-tarde llegaba aquel grupo de pioneros con el que perfeccionamos nuestro estilo natatorio. Eran los Müller, “El Guti”, Paco Novillo, Galo Sanabria, Angelito Gordillo, mi tío Luis Sánchez, Periañes…… Iban a golpe de pedal, sobre las primeras bicicletas con vocación deportiva. Para nosotros era un jolgorio, verlos hacer salvajadas acuáticas o ir con ellos hasta la mitad de la “charca”, sobre aquellas barcas triangulares, para lanzarnos a sus aguas procelosas.

Nada nos detenía en el manejo de aquel universo, entre acuático y estepario. Solo el miedo a las cavernas rocosas, donde moraba el terrible “Pez Cocinero”, como nos contaba Juan “el Cañí”, patriarca de aquellos territorios y cabeza señera de una saga familiar adscrita a la nomina de Confederación, como guardas y peones camineros. Sus nietos eran nuestros amigos y los mas avezados guias de las descubiertas, bajo un sol inclemente que nos curtía como “africanos”.

Aguas debajo de la muralla se enseñoreaba el caserío de quienes, un siglo antes, lavaban lanas que enviaban, en carretas, al puerto de Lisboa, para su exportación a Inglaterra. Aquel lugar, lleno de conductos de agua que partían subterráneamente del embalse, era un destino preferente en las correrías de aquella tropa abigarrada e interclasista. Con Paco Pacheco trillábamos aquellos húmedos recintos en los que se descomponían, inservibles, oxidados y maltrechos, los artilugios de aquella industria que utilizó las finísimas aguas de la “charca” para desengrasar los vellones de las merinas. Las mismas con que, milagrosamente, se curaban eczemas o cocían las legumbres.

A la capilla del Lavadero nos llevaban nuestras madres, cuando las “Santas Misiones”, para escuchar aterrados lo que pasaba en el infierno o lo fácil que podía resultar que entrara “un camello por el ojo de una aguja, antes que un rico en el reino de los cielos”. Así es que cuando, entre dos luces y en tropel, íbamos a por la leche, al cortijo del señor Salvador, nos “zurrábamos” a poco que escucháramos una lechuza o se moviera una retama.

El padre de los Hernández era encargado del “economato del matadero” y, a sus expensas, un carpintero de Ifesa, al que apodaban jocosamente “Cinco duros”, quizás porque era el precio de la mayoría de sus “garnachas”, nos construyó un trampolín en la playa de “La Cocina”, donde vivía la familia de “La Maña”. Aquello fue tocar la gloria. Todo el día de zambullidas artísticas, haciendo el “ángel” y la “carpa”, o dando “barrigazos” contra aquellas caldosas aguas. Ni a la costa azul nos hubiéramos ido nosotros, por el trajín que nos traíamos con aquel invento que duró exactamente dos temporadas, hasta que se “descuajaringó”. Así es que empezamos a saltar a lo desconocido desde lo alto de la muralla.

Era un tiempo en el que algunos grupos familiares hacían “picnics”, los domingos por la tarde, en los camiones de Paulino Doncel o los hermanos López. Desplegaban cámaras hinchables, a modo de “salvavidas”, se ceñían voluminosos flotadores de corcho, prodigaban las “ahogadillas” o hacían el “muerto”. Y en la arena, donde rompían las olas de aquel mar en miniatura, enterraban las sandias, postre de las meriendas, mientras los niños tiritaban tras el ultimo baño, apuntando ya el crepúsculo. Un tiempo en el que, por aquellos paisajes rotundos, se prodigaban los visitantes. Los que jugaban el futbol, Lolino, el “ Bomba”, Santi, Tarifa, Jiménez, Honorio, Saquete, Marín y tantos mas. Los que iban con la prole incorporada, como Anacleto Barrau, “El Maño”, Manolo Álvarez, el del “Sanatorio de la radio” o los Culebras.

Luego el desarrollismo masacró la pureza primitiva de aquel cosmos de granitos descompuestos que nunca mas recuperó su intimidad. La motorización progresiva arrimó “ La Charca” a la Ciudad y una sociedad, presuntuosa y discreta al mismo tiempo, marcó sus estándares ociosos por sus contornos. Pero, a pesar de ello, pervive la primitiva Proserpina en los lances de nuestra memoria, en la patria gloriosa de nuestra infancia.

Escuché decir a alguien que en la excéntrica rotonda del ancla, allí donde se reparten los itinerarios de Proserpina, hubiera sido mas apropiado colocar una Vespa. Como la de las Martínez, aquellas decididas mujeres, que singularizaron, en una sociedad tan corta, el noble y avanzado espíritu de las “sufragistas”.

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