Antonio Vélez Sánchez 

Ex – Alcalde de Mérida


 

Nos parecía una estación antipática que retraía el animo, mas que nada porque, siendo nuestro universo las calle y los campos cercanos, el frío te agarrotaba si bajabas el ritmo. Se presentaba con resfriados y alguna que otra angina, cosa normal con la lluvia en escena. Era inevitable con los pies empapados, de tanto navegar por los charcos. En la Escuela, el único punto de calor era un brasero que solo disfrutaban el Maestro y algún pelotillero que removía obsequiosamente las brasas, así es que aprendimos las letras y los números enfundados en abrigos, bufandas y guantes de lana. Claro que después del recreo, tras las carreras y los juegos al uso, el volumen de calefacción humana que generaba el aula nos hacia desprendernos de alguna prenda. Por las tardes ya era otra cosa, entrando el sol por los grandes ventanales, orientados al poniente. El problema eran las nieblas que nos tenían encogidos todo el día.

A los mayores de los hermanos, nos tocaba hacer cola en las churrerías para llevar el producto, frito y crujiente, al resto de la tropa menuda que esperaba impaciente en casa. Recuerdo el puesto de “la Joaquina” y su desmadejada hija, por la mitad de Pontezuelas, frente a donde vivía nuestro amigo Aquilino. El frío cuando estás corriendo se soporta, pero si te paras resulta insufrible. Para quienes nos dábamos cita madrugadora en aquella “industria”, el “carámbano”, que habitaba entre el empedrado, nos hacia tiritar. La solución era arrimarse a la sartén, pero eso tenia sus riesgos al poder salpicarnos el aceite hirviendo, cuando caía la “churretilla” de masa al apretar la “empresaria”, contra su sobaco, el embolo de aquel artilugio de hojalata. Además, si te acercabas demasiado no faltaba quien te acusara de querer colarte. Así es que lo mejor era aguantar la vez y moverte sin parar, como si tuvieras el “baile de San Vito”.

No vaya nadie a pensar que este ejercicio de memoria pretende hacer valer aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Nada de eso, porque aquel resultó terrible para la mayoría. Para empezar convendría recordar que las casas, en general, solo se calentaban con braseros de “picón”, instalados bajo las mesas- camillas. Allí si que se estaba a gusto, pelando castañas, leyendo cuentos o ayudando a “expurgar” las piedras y la fusca de las legumbres, aunque las mujeres debían de tener cuidado con las “cabrillas”, que afeaban sus piernas si permanecían en exceso bajo aquellas faldas. El “picón”, que era carbón de encina, venía de Mirandilla donde el oficio de “piconero”era habitual para muchos. Llegaba a Mérida en carros y se vendía por las calles, a finales del verano. Todo el mundo hacia acopio para que no le faltara y era normal encenderlo en las aceras, con rescoldos del día anterior o con astillas. Luego se cubría con cenizas para que la lenta combustión aguantara. Aquello era un verdadero arte y se activaba o aflojaba con la “badila”, cuchara metálica plana con largo mango. Lo primordial de su manejo era apretar por los flancos, cerrando el conjunto para no desmoronarlo. Claro que nosotros, si nos mandaban “mover” el brasero, lo que hacíamos era escarbarlo por arriba, con lo que te ganabas la bronca al no respetar el procedimiento. Había que tener mucho cuidado con los “tizones”y retirarlos enseguida pues, como todo el mundo sabia, aquella combustión toxica podía llevarse a una familia por delante.

En cuestión de higiene, el aseo completo tocaba el Sábado. Las madres lo denominaban “flete”. Escaseaban los cuartos de baño, al modo actual, así es que lo normal era utilizar un gran barreño de zinc lleno de agua caliente y allí nos repasaban desde las orejas hasta la uñas de los pies. Salíamos relucientes, nos colocaban la nueva “muda” y hasta la semana siguiente si no había incidencias, como ir al medico, por ejemplo, que en ese caso nos hacían otra puesta a punto. El método semanal no debía ser tan malo ya que las nuevas teorías hablan, ahora, de la inconveniencia de estar todos los días enjabonados, por afectar a las defensas naturales de la piel contra los hongos. En fin, las ventajas e inconvenientes de cada época.

La hora de dormir tenia sus rituales. Aparte de enfundarte en aquellos pijamas de felpa se utilizaban bolsas y botellas de agua caliente, para crear un buen ambiente interior. Cuando llegábamos a la cama ya estaban esperándonos aquellos utensilios y con ellos andábamos toda la noche, que si en los piés, que si en la espalda, disfrutando de su calida compañía. Levantarnos era una decisión valiente para salir de la gloria, dando un salto. Nos vestíamos a la carrera para lavarnos la cara y las manos con agua fría. Luego nos cepillábamos los dientes y domábamos, con el peine, el mínimo reglamentario pelo, con tantos parásitos “colegas” como circulaban. Y a danzar con nuestra vida de niños, la cocina caliente y el negrito de Cola-Cao, esperándonos con su tema.

Mérida en invierno, se me antoja en la memoria, era una Ciudad heladora, por las mañanas, prometedora en las tardes, al sol de las “recachas”, y asesina al atardecer cuando dominaban las sombras. Aun así nuestros juegos seguían sus ritmos, por mas que fuéramos embutidos en tantos pertrechos protectores : Abrigos de paño, de solapas grandes y dibujos de espigas, impermeables de “plexiglás”, capuchas incluidas, o botas “katiuskas”. La calle era nuestra. Igual que los campos cercanos. Todo el día trotando a pesar del aire gélido que circulaba. Claro que los sabañones abundaban, aunque no faltara quien los controlaba orinándose las manos. Era un remedio transferido por quienes los padecieron antes.

Tiempo de fríos pertinaces, muy a pesar de que la nieve rara vez nos enseñara su manto. Días de escarchas y nieblas, con el carámbano cerrando los charcos o crujiendo en las orillas de los ríos. Meses de tristeza, hasta que llegaban las cigüeñas, iniciado Febrero. Era entonces cuando el alma tibia del mundo empezaba a desperezarse y nosotros, bien lo sabemos, olfateábamos su aliento.

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