Antonio Vélez Sánchez 

Ex – Alcalde de Mérida

Donde Mérida marcaba de verdad su carácter de Capital Comarcal era en el reclamo de los espectáculos de Coplas y Cantaores que venían por las Ferias de Septiembre. Y es que nuestras fiestas eran frontera para aquella sociedad agrícola. En muchos tratos de los pueblos colindantes era habitual convenir el pago “para la Feria de Mérida”. Por esas fechas, tras el remate de las cosechas, la Ciudad se convertía en un hervidero de visitantes prestos a comprar enseres, útiles de labor o a encandilarse con el Rodeo, la calle del Puente, la novedad de la cerveza “al grifo”, los toreros de moda y los estridentes artilugios del Ferial. No faltaba el Circo reglamentario ni, por supuesto, los espectáculos de la farándula nacional que traía la Empresa Navia a la Plaza de Toros.

A los niños de entonces nos alegraba todo aquel trajín que animaba las calles del centro, con sus comercios y sus bares. Era como el contrapunto, bullicioso y distendido, a lo cotidiano. Hasta nos despertaba la Banda Municipal. Y no es que en los días de diario no hubiera movimiento por Santa Eulalia y la Plaza de Abastos. La diferencia consistía en que en los primeros días de Septiembre hervían los reclamos, a base de prospectos, coches parlanchines, y taquillas en la Plaza de España, reventa incluida.
Quiere señalar este narrador, que no es su afán hacer crónica rigurosa de las producciones que aterrizaban, que para eso están los acreditados especialistas del ramo. Mas bien intenta, como en otras cuestiones, repasar sus emociones y compartirlas con su nomina generacional y cercanías. Y también afirmar que, sin ser adictos al nacional-folklorismo, estuvimos influidos por aquella cultura que se proyectaba desde la radio, inundando nuestras casas. Era imposible sustraerse del bombardeo diario con los artistas de moda y, sin pretenderlo, nos aprendimos sus repertorios.

Componía la nomina de famosos de la “Canción Española” un destellante firmamento de interpretes. Al régimen le convenía el asunto, distrayendo al personal de sus carencias, aunque no fuera creación suya, pues fue la Generación del Veintisiete la que imprimió el aliento emotivo y la urdimbre culta para construir aquel discurso creativo que compartieron el pueblo y los intelectuales : Federico García Lorca, Concha Piquer, Quintero, León, Quiroga, Estrellita Castro, Miguel de Molina, Imperio Argentina, Caracol ….

Los grandes carteles llenaban las paredes de la ciudad-pueblo alardeando de los cantantes del momento. Antonio Molina era el mas grande, por su voz y porque hacia películas muy taquilleras. Decir Molina era suficiente para que la gente supiera de quien se hablaba. Así es que cuando se anunciaba en Mérida el llenazo estaba asegurado. Lo mismo que si venia Valderrama y su señora, Dolores Abril, con sus propuestas “arrevistadas”. O como lo hacia, desde antes, “La Niña la Puebla”, con su propia compañía. Y no digo nada de Juanita Reina que tanto le gustaba a los entendidos, como si fuera el no va mas de la ortodoxia en la Copla. Los Farina, Marchena, La Paquera, Marifé de Triana, El Príncipe Gitano, Perlita de Huelva, Porrinas, fueron habituales de aquellas noches largas en las que, desde los pueblos mas apartados, llegaba una afición, ansiosa de paladear la categoría de sus mitos.

La Plaza de Toros servia para rotos y descosidos. Lo mismo daba cine que se convertía en la catedral del espectáculo. Y como Andalucía era el granero de los profesionales del Flamenco y la Copla, los clamorosos montajes llevaban nombres sugerentes : “Así canta Andalucía” con Manolo el Malagueño, Canalejas de Puerto Real y Juanito Maravillas. Los carteles del cincuenta – “Sortilegio Andaluz” – nos traen a una Lolita Sevilla de quince años. En el cincuenta y dos la fichó Berlanga para “Bienvenido Mister Marshall” y con su canción, “Americanos”, se convirtió en un icono mundial. Unos años después, por el infierno de Agosto, un espectáculo mas amplio territorialmente y con propuestas de abanico, llegaba al coso de San Albin : “Brisas de España”.

En aquel ruedo, tan pluriempleado, también se daban las reglamentarias Corridas de Feria, aunque apenas iniciaban los diestros el postrer paseíllo irrumpía la tropa de tramoyistas para levantar el escenario de la magia nocturna. No faltaba algún taurino que, al salir, se despachara con un “ este Navia no para”.

Luego las cosas empezaron a cambiar y tanta similitud entre el poder y el folklore terminaron resultándonos anacrónicas y empalagosas, hasta hacernos buscar horizontes “anglosajones”. Es decir que se rompió el relevo generacional y, además, los Ayuntamientos se decidieron a traer actuaciones estelares con artistas que se atrevían con recitales en solitario. Fue cuando rompieron Manolo Escobar, Rocío Jurado y, luego, La Pantoja, doblados los setenta y apretando la televisión en color. Así quedó huérfana de artistas nuestra Plaza de Toros y lejanas, también, las vibraciones de aquel universo de sensaciones, tan ajustado a la escala de una sociedad de mesa-camilla. El viejo régimen ya no estaba y las modas eran otras, aunque las nuevas historias merecen capítulos propios, así como el resurgir de la Copla y sus renovados pulsos.

Pienso, no obstante, que el horizonte que nos marcó un antes y un después se situó, al menos a nivel local, la víspera de la Feria del año sesenta y ocho. Recuerdo perfectamente el ambiente de aquella noche, cuando “Los Bravos” abarrotaron los tendidos y la arena del coso emeritense. Allí estábamos todos, como esperando una señal definitiva. Algo estaba ocurriendo, porque era evidente que los jóvenes, sin saber lo que había pasado en Paris, unos meses antes, cabalgábamos ya sobre otras esperanzas.

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